Es el Premio Cervantes más reciente, es decir posee el galardón más preciado y trascendente de las letras en español, pero a su vez su nombre es sinónimo de una trayectoria que incluye el periodismo en el frente de batalla. Se trata de Juan Goytisolo y si de corresponsales de guerra se trata, aquí es oportunamente allegado el tema a uno de los más conspicuos, que se llama Ernest Miller Hemingway. Cada uno de ellos posee una personalidad descollante y a la vez son símbolos de actividades y pensamientos críticos desde la letra impresa. Deberían haberse encontrado ¿No? A pesar de la diferencia de edad (Hemingway es de 1899 y Goytisolo de 1931) deberían haber conversado, quizás, sobre el destino del hombre contemporáneo. Fue así que luego de divertidas y corridas gestiones lo hicieron. Pero ya el solo hecho de haberse encontrado, constituye toda una situación con perfiles de aventura y acción. Como, por otra parte, le encantaba al mismo “Viejo”.
Lucas Martín, periodista del Diario La Opinión de Málaga en España brinda, desde esa ciudad, tan cara afectivamente para Hemingway, una entretenida e instructiva nota sobre el encuentro de estos dos grandes de las letras. Como información adicional sobre el autor y lo que no es poco, Martín, ha publicado un libro de poemas y en 2012 ha sido galardonado con el Premio Andalucía de Periodismo. El crédito de la foto que acompaña la nota es de Gregorio Torres. Miguel Ferrary, Redactor del diario malagueño tramitó generosamente la autorización para la reproducción de la nota.
Por Lucas Martín
El flamante premio Cervantes y el novelista norteamericano se vieron por primera vez en la plaza de toros de Málaga, inaugurando, desde entonces, una serie de azares que llevarían a Juan Goytisolo a sentirse próximo a uno de sus grandes ídolos.
El escritor barcelonés viajaba con la hija de André Malraux
Había soñado con encontrarse con él, aunque quizá únicamente en el arco iris de fuego que flota sobre las páginas de sus libros, en sus frases aporreadas a conciencia, manchadas de ginebra y de espejos rotos, de muerte árida y bulbosa. Como todos los escritores de su generación, Goytisolo tenía en Hemingway a su oriente literario, esa figura sañuda que quedaba siempre lejos, pese al mapa compartido de París, y al que era preferible abordar con una escopetazo y una cabeza de búfalo que con un manuscrito. García Márquez lo hizo en Estados Unidos, endilgándole un «maestro» a gritos y en su castellano de ramales y verdes del trópico. Y el autor catalán, entonces joven, de apenas 28 años, en Málaga, donde hubo una época en la que todo se esponjaba, incluidas las malas y buenas artes verbales del excesivo escritor anglosajón.
El día en el que ambos novelistas coincidieron en la plaza de La Malagueta Goytisolo llevaba poco tiempo viviendo en Francia y a Hemingway apenas le quedaban un par de años para su final irreparable, resuelto también a tiro limpio. El escritor barcelonés había acudido a los toros arrastrado por la calentura lorquiana de Monique Lange, con la que trabajaba en Gallimard y que más tarde se convertiría en su pareja. Junto a ellos viajaba una mujer que se revelaría en una llave para entrar en todo tipo de ambientes literarios, Florence Malraux, la hija del escritor y exministro de Cultura francés, con el que propio Hemingway se imaginaba codo con codo, hablando del horror y la virilidad de la guerra española.
Cuenta Juan Goytisolo, en En los reinos taifa, su segundo y espléndido volumen de memorias, que fueron Monique y Florence las que, advertidas de la presencia del autor, se quisieron acercar a saludarlo. El joven narrador prefirió observar en la distancia, consciente en todo momento de la presencia incontestable de Hemingway, que en aquellos años, dada su fama y su envarada españolía, ya no podía embutirse en una camisa de flores y ocupar como un turista una localidad. Los toros bufaban de soslayo, los toreros se giraban a brindarles faenas, con independencia de la participación de sus amigos omnipresentes, los matadores Ordóñez y Dominguín.
La tarde del 1 de agosto de 1959 nadie se fue a pique a las cinco de la tarde, pero hubo escenas de reverberación enciclopédica en la Costa del Sol. Hemingway agarrando una bota de vino y echándosela ferozmente al gaznate, con ardides de labriego. Al final de la corrida era tanta la expectación levantada por su presencia que las francesas no pudieron alcanzarle. Hubo que tramar una alternativa para procurar el que sería a la postre el encuentro con Goytisolo, para quien ese día se convirtió en el inicio de una cadena de azares que le llevaría años más tarde en Nueva York a sentarse en la casa del hijo del escritor.
La persecución de Hemingway condujo rápidamente al trío hacia el único sitio del mundo al que un niño y un detective acudirían enseguida a buscar al escritor: la barra de un bar, en este caso, la del que era el hotel más ampuloso de la ciudad, el extinto Miramar. El escritor estaba en su habitación. La hija de Malraux hizo de gancho y pocos minutos después el último Cervantes estaba viendo cómo la sala se llenaba con la silueta acaparadora de Hemingway, acompañado, como casi siempre, de su carnavalesco aquelarre: millonarios latinos, apoderados, viejos personajes.
El encuentro entre Goytisolo y el autor se alargaría hasta la noche. El americano quedaría tan encantado con sus nuevos amigos que no tardaría en invitarles a Nimes, donde les esperaba junto a Valerie Danby-Smith, la joven que le hizo de asistente en su última etapa y que le acompañó en sus estancias en La Cónsula. A partir de ese momento, Hemingway iniciaría una correspondencia con Monique en la que pronto empezaría a cobrar peso el fantasma de la muerte. La carambola de la faena de Málaga reavivaría mucho más tarde con una invitación de Valerie, que se casó con uno de los hijos del escritor. En la casa de la que fuera la secretaria del autor, Goytisolo analizaría las primeras páginas del libro que devendría en una especie de ajuste de cuentas familiar. La tormenta del ruedo, el coso ilustrado, los dados caprichosos de la Costa del Sol.
Del ring de la literatura al trasiego judicial
El antiguo hotel Miramar, actualmente abandonado en su proceso de reconversión para el turismo, fue el escenario en el que el premio Cervantes mantuvo su primer encuentro con el escritor norteamericano. La cita se fraguó en el vestíbulo, vulgarizado hasta el límite durante las décadas en las que el edificio sirvió de sede de la Audiencia Provincial, con personajes tan indeseables como Jesús Gil apoyados en la misma loseta en la que se alzó como un albatros la jerga trilingüe del autor de Por quién dobla las campanas. Sombras luminosas y pesadas para la Costa del Sol.